Patricio Valdés Marín
A partir del
conocimiento del universo y sus cosas nosotros podemos llegar a postular la
existencia de un Dios transcendente, creador y salvador. Este conocimiento lo
podemos incorporar a nuestra propia cosmovisión. Tras postular esta existencia,
también nosotros podemos alabar y glorificar a Dios. En retribución a este
reconocimiento, se puede suponer que Dios podría hacer transcender la
existencia de cada uno de nosotros. Lo existente conforma una triada: la
divinidad, la humanidad y la naturaleza. Las dos últimas conforman el universo
creado por la primera. El universo se rige por leyes naturales que fueron dadas
por la divinidad y que explican su funcionamiento. Los seres humanos nos
distinguimos de la naturaleza porque tenemos autonomía a causa de nuestra
acción intencional. Justamente, por nuestra acción intencional cada uno de
nosotros podemos constituirnos en interlocutor válido de Dios.
La triada existencial
Delimitando la diversidad de todo lo existente a lo
puramente funcional, los seres humanos podemos llegar a tener conocimiento de
tres tipos de existencias irreductibles que se distinguen precisamente por sus
funciones: la divinidad, la humanidad y la naturaleza. También podemos
conjeturar que tanto la humanidad como la naturaleza conforman el universo y
que éste es creación de la divinidad, siendo ésta la causa primera y última de
aquélla. Los tres tipos de existencias según sus funciones son: 1º la divinidad
es el único poder primero y último que existe del universo; 2º la humanidad,
tanto colectiva como individual, es objeto de acciones salvadoras o
condenatorias, y busca superar su condicionamiento físico y transcender sus
propias limitaciones; y 3º la naturaleza física, de la que están compuestas
todas las cosas, incluida la humanidad, atestigua la infinitud del poder de la
divinidad, puede satisfacer las necesidades humanas y también constituye una
amenaza y finalmente destrucción para la humanidad. De este modo, la distinción
entre los tres tipos de existencias, que se denominará “triada”, se nos hace
necesaria a nuestra conciencia, pues los percibimos con funciones muy
distintivas.
La triada como tal tiene valor únicamente existencial y
funcional, no pudiendo ser englobada por la ontología, pues la divinidad no es
un ente como la humanidad y la naturaleza, ya que, aunque podamos presumir su
existencia, no puede ser un objeto de nuestro conocimiento sensible. Sin
embargo podemos hablar de triada porque sus componentes no pertenecen a
realidades distintas de lo existente y funcional. Para nuestra conciencia
unificadora, la realidad es una sola y en ella nosotros podemos entender que
las tres existencias se relacionan causalmente.
La divinidad
Se pueden dar diversas apreciaciones acerca de cada una de
las existencias de la triada, dependiendo de la conciencia que de éstas
tengamos. Así, la divinidad puede ser concebida ya sea distinta y separada de
la naturaleza, como en las religiones más desarrolladas, ya sea idéntica a la
naturaleza, como en el panteísmo, ya sea habitando en la naturaleza, como en
las religiones politeístas y animistas. Incluso en el antiguo Egipto, se llegó
a identificar la divinidad con el faraón. Es lógico que si la divinidad se la
concibe actuando dentro de la naturaleza, identificada con las muchas fuerzas
que allí se observan operar, se llegue al politeísmo. El maniqueísmo postula la
existencia de dos divinidades contrarias en permanente pugna, en la suposición
que el bien y el mal tienen valor absoluto.
En cambio, el monoteísmo parece lógico si la divinidad se la
separa del universo. Se habla de Dios cuando la divinidad es pensada como
persona que puede relacionarse con la persona humana. La concepción monoteísta
surge en culturas con un pensamiento cosmológico más desarrollado y elaborado.
La no creencia en la existencia de la divinidad se llama ateísmo; éste se ha
hecho más corriente en la medida que la ciencia ha ido desterrando la divinidad
de la causalidad natural en las cosas del universo, no quedando ninguna manifestación
directa suya, ni siquiera como milagro, excepto en el irreductible caso de la
creación misma, tras el demostración de Edwin Hubble (1889-1953) de la
expansión del universo que lleva a concluir su inicio en el tiempo de un Big
Bang, hace 13,7 mil millones de años atrás. El ser humano contemporáneo,
imbuido en sus afanes de dominar la naturaleza y gozar con sus logros, es un
ateo práctico, pues su conciencia no tiene necesidad de Dios en su diario
afán.
Dios es silencioso e incomunicativo. Inútil es el esperar
señales del Cielo, pues nunca aparecerán; y si acaso llegaran a aparecer, como
el supuesto llorar sangre de algunas imágenes sacras, nunca se sabrá su
significado verdadero, pudiendo tal evento ser interpretado según el antojo de
cada cual. Dios dotó de funcionalidad al universo que creó para evolucionar y
estructurarse según leyes naturales, donde el milagro no cabe.
La humanidad
En su relación con la divinidad, podemos concebir la
humanidad ya sea como colectividad o como individualidad. En el primer caso
podemos, por ejemplo, imaginarla como el pueblo de Israel, o el pueblo de Dios.
Colectividades conforman religiones, iglesias y sectas. También podemos
concebir los seres humanos como individuos y éstos podemos pensarlos ya sea
como inmanentes y sus existencias individuales desaparecer con su propia
muerte, o con un destino necesariamente transcendente y, por lo tanto, con una
naturaleza eterna.
Tradicionalmente, siguiendo a Platón (428 a . C. – 347 a . C.), podemos suponer
que cada ser humano es un compuesto de alma espiritual, incorruptible y eterna
y de cuerpo material corruptible. Una línea de pensamiento es creer que en una
existencia en otro mundo ambos componentes se volverían a fundir en un acto de
resurrección. La dualidad griega fue transformada por Descartes en una dualidad
entre un espíritu, la res cogitans,
propio de lo subjetivo y lo irreductible para la ciencia, y una materia, la res extensa, objeto del conocimiento,
jamás pudiendo él explicar cómo estas realidades tan radicalmente distintas
pueden articularse causalmente. En ciertas culturas, como el hinduismo, se cree
que las almas transmigran de cuerpos y tienen distintas existencias a lo largo
de su periplo terrestre en un ciclo de reencarnaciones (samsara), hasta encontrar la liberación en el moksha. En otras, se supone que después de la muerte el espíritu
del individuo queda presente de alguna manera, morando entre los vivos. También
puede creerse que aquél parte a otro mundo.
La ciencia estudia acertadamente al ser humano como parte de
la naturaleza. Así, la ecología estudia la especie humana como parte de la
biocenosis del ecosistema. Lo que es impropio es que el ecologismo, que es la
ideología que se fundamenta en la ecología, sobre todo el ecologismo profundo,
considere que la humanidad no es otra cosa que una especie animal más. Para
éste la triada se reduce a la mónada de la naturaleza. Por su parte la
psicología, especialmente el conductismo, tiende a considerar al ser humano
como un individuo animal más que reacciona a estímulos externos según
parámetros medibles de comportamiento y sin capacidad de acción intencional.
Los seres humanos nos distinguimos de la naturaleza porque
tenemos autonomía respecto a la divinidad y la naturaleza en lo que atañe a
nuestra acción intencional. Sólo el ser humano tiene la capacidad, por su
particular libertad que deriva de su capacidad de pensamiento racional y
abstracto, para actuar intencional e independientemente en este restringido
ámbito del determinismo de las leyes naturales. Pero justamente, por su acción
intencional, por la que él se auto-determina libremente, el ser humano se
constituye en persona y en un interlocutor válido de Dios. La acción
intencional es moral, pues ha habido previamente deliberación. No es una
respuesta automática frente a un estímulo. Es en este ámbito moral, que es el
de las valoraciones subjetivas de los distintos componentes de la triada y de sus
relaciones, en lo que podemos denominar una cosmovisión personal y propia, que
el ser humano puede interlocucionar con Dios. La religión que coarta la
libertad individual está justamente impidiendo a la persona poder relacionarse
con Dios.
En la religiosidad de la cultura occidental, tras el relato
de la creación hecha en el Libro del
Génesis, ha entrado profundamente la idea de que el ser humano es “imagen”
de Dios. Tal idea podría ser cierta si se la toma de manera muy restringida, en
el sentido de que se estaría refiriendo a su estructura particular de energía,
que le sería propia en cuanto a que es de su propia creación. Pero en todo lo
demás es sólo una criatura de Dios.
La naturaleza
La naturaleza puede ser concebida por su origen como naciendo
en algún instante en algún remoto pasado, o como eterna, perfecta e inmutable,
o como cíclica, retornando eternamente de modo idéntico. En general, estas
formas míticas y precientíficas de concebir la naturaleza dependen en general
de la actividad económica de la colectividad. Una comunidad cazadora supondría
que el universo tuvo un inicio; un pueblo pastoril ganadero pensaría que es
eterno; una colectividad agrícola creería que es cíclico. Por su finalidad la
naturaleza se la puede concebir como en un movimiento progresivo hacia una meta
de perfección, o por el contrario, hacia su destrucción siguiendo un camino de
degradación progresiva. Puede pensarse que su gran poder sobre la humanidad
podría tener origen divino o ser propio de ella misma. En el maniqueísmo el
poder divino es dual y contrario. En el politeísmo la pluralidad de poderes
suelen entrar en conflicto, y a los individuos les vale mejor estar en las
buenas con todos los dioses.
Desde un punto de vista filosófico se puede aseverar que la
energía no tiene existencia por sí misma, de modo que para existir y actuar
necesita pertenecer o depender de un portador o un contenedor. Si de acuerdo
con la primera ley de la termodinámica “la energía no se crea ni se destruye,
sólo se transforma”, la energía primigenia que originó al Big Bang debió
consecuentemente estar contenida previamente en aquél que denominamos Dios o
ser creada, condición que ni el teólogo más sabio puede saber. El universo y la
energía que contiene es una emanación de Dios, y tiene tres características: 1º
Es infinita. 2º A pesar de su radical simplicidad, que sólo interesa para
condensarse en partículas fundamentales (masa y cargas eléctricas) y
posibilitar su interconexión, su específica funcionalidad primordial originó de
ahí en escalas sucesivas las leyes naturales en toda su infinita diversidad. 3º
Estos procesos han estructurado toda la complejidad del el universo que
conocemos.
En el universo existen dos referentes: el Big Bang y el
tiempo presente de cada cual en tanto observador. Si el Big Bang fue el gran
estallido que dio origen al universo y que fue generado por una energía
infinita que emanó de Dios (Dios no habría creado el universo ab nihilo, de la nada, como aseguró san
Agustín de Hipona (354 –430)), y si la velocidad de expansión de la materia del
universo es la de la luz, entonces, desde el punto de vista del Big Bang, según
la teoría de la relatividad especial, Dios estaría siempre presente en el
tiempo presente de cada observador, es decir, de cada cosa existente en el
universo, ya que el tiempo se alarga absolutamente.
Así visto, la voluntad divina se ejercería justamente a
través de las leyes naturales, que son de su creación, y no mediante la
alteración de estas leyes, que son los llamado “milagros”. Las leyes naturales
serían verdaderamente leyes divinas, en el sentido dado al término “ley”, que
significa más bien el modo determinista de la acción de la relación entre una
causa y su efecto, y que opera del mismo modo y con necesidad en todo el
universo desde su creación. Isaac Newton (1641-1727) señalaba que el libro de
la naturaleza está escrito por Dios, dando a entender que es posible el
conocimiento y la creencia en Dios a través de su creación. Podemos
legítimamente pensar además que el modo de actuar divino es precisamente a
través de las leyes de la naturaleza. En realidad el Logos gnóstico se manifiesta en la causalidad natural. El poder que
existe en cada relación de la causa con su efecto provino primeramente de Dios
y se transfiere de un modo que Él determinó.
En la naturaleza existe el cambio permanente y continuo,
pues ella está sujeta a la causalidad que proviene de la energía primigenia, la
que es encausada en forma determinista por las leyes naturales. Allí existe
estructuración y desestructuración en ese permanente fluir que admiró a
Heráclito (535 a .
C. - 484 a .
C.). La naturaleza es de vida y muerte. Todo lo que algún día nace, algún día
termina por morir. En esta naturaleza nos toca vivir y morir. La vida humana
transcurre entre dichas y desdichas desde que nace hasta que muere. Deseando la
felicidad y consciente de este irremediable término, añora la paz de una vida
eterna.
Triada y cultura
Nuestra conciencia del modo que adquiere la triada es eminentemente
cultural. Cada pueblo ha desarrollado su propia versión según el conocimiento
colectivo del universo y sus cosas, y lo que distingue a una cultura y la
separa de otra es la conciencia particular que se tenga de estas existencias y
la relación específica que de éstas se haga. Para que una estructura social
pueda subsistir, le es vital tener una visión colectiva de la triada. Toda
mitología surge de esta necesidad. La conciencia colectiva de la triada es, por
otra parte, tan poderosa y básica que hace que todo individuo tenga un conocimiento
de una realidad tan distintiva que éste se identifique con su propia cultura,
la cual le traspasa ese saber colectivo desde las tiernas manifestaciones de la
conciencia infantil. Además, la conciencia colectiva es lo que se encuentra
plasmado como sostén de cada cultura y le confiere sus características. La
conversión religiosa es en gran medida la renuncia a la cultura nativa para
aceptar una foránea, o un reemplazo de una concepción tradicional, tal vez más
simple, por una posiblemente más sofisticada.
Una sociedad pluralista es capaz de subsistir conteniendo en
su seno una cantidad de culturas distintas y contradictorias, pues lo que le da
su unidad es la tolerancia y el mutuo respeto, que son valores que hacen
posible la convivencia social. Una religión abierta puede contener en su seno
una variedad de ritos, normas y dogmas distintos y mantenerse unida por
verdades más trascendentales, como la creencia en un Dios de todos, además de
usos y costumbres compartidos. Usualmente, la historia muestra lo contrario.
Las verdades trascendentales se olvidan en beneficio de la univocidad simple
pero intransigente de ritos, normas y dogmas, instalándose la represión y la
intolerancia. En esta situación tanto las naciones como las clases sociales se
identifican con religiones particulares como forma de cohesión y presentar un
frente unificado, ya sea para dominar a otros o para mantenerse independientes
del dominio de otros.
Ejemplo vil y extremo de la represión y la intolerancia
religiosa fue el dado por la Santa Inquisición en la España de fines del siglo
XV en adelante. En aquél entonces éste tribunal eclesiástico sentenciaba a
herejes a vestir sambenito, tras permanecer largo tiempo en sucios calabozos
sometidos a torturas y sin posibilidad de conocer las acusaciones. Según consta
en procesos, a los judíos conversos se los condenaba a morir en la hoguera por
delitos tales como comer carne los Viernes de Cuaresma; no probar carnes magras
ni porcinas; no cocinar cerdo o pescado sin escamas o ave que corra o vuele;
alimentarse con viandas fritas en aceite de aceituna.
La triada se expresa cultural y colectivamente en mitos,
ritos y normas éticas. Una religión es la explicitación legendaria-dogmática,
ritual-litúrgica y normativa-canónica de una conciencia colectiva de una
triada particular. Se ha criticado tal vez con demasiado rigor a Max Weber
(1864-1920) porque en su libro La ética
protestante y el espíritu del capitalismo (1905) analizó la explicitación
de una conciencia colectiva particular para dar cuenta de un comportamiento
ético determinado, cuando su intención fue más bien explicar los elementos
conformadores de dicha conciencia colectiva. Una ideología determinada es, por
su parte, una racionalización con pretensiones de ciencia o filosofía de una
triada particular.
La cultura occidental es tributaria de la conciencia que el
pueblo israelita fue adquiriendo de sí mismo y de su relación con Yahveh. Este
pueblo legó una importante tradición centrada en el esfuerzo realizado por
comprender los tres tipos de existencias y las relaciones entre ellas. Según el
Libro del Génesis, la divinidad
eterna y omnipotente creó de la nada a las dos existencias restantes, y creó al
ser humano a su semejanza, dándole poder sobre la naturaleza para someterla y dominarla.
Tan poderosa ha sido esta tradición que convirtió la conciencia de la cultura
celta, griega, latina y germánica, que fueron los pueblos que dieron origen a
la cultura occidental, quedando pocos elementos de la conciencia anterior
propia de los tres tipos de existencias y sus relaciones. Ciertamente, la
cultura griega aportó su ciencia y su filosofía, y la romana, su método y su
tecnología, mientras todas aportaron sus mitos y leyendas.
Es pertinente observar la imagen que los seres humanos nos forjamos
de Dios según sea la concepción que tengamos del universo. En épocas previas a
los viajes de descubrimiento el universo conocido era fácilmente aprehensible
por los seres humanos, pues era de una dimensión casi antropométrica. El Sol, la Luna y las estrellas estaban
casi al alcance de la mano. Ícaro hubiera tocado el Sol si éste no hubiera
estado tan caliente que le derritiera sus alas que fabricó de cera. Dios,
creador de este universo, era casi antropomorfo, como el mismo Yahveh. Los
seres humanos se encontraban además en su mismo centro.
En comparación nuestra época científica nos presenta un
universo muy difícil de aprehender por lo inconmensurable. Distancias de
catorce mil millones de años luz salen de nuestra experiencia cotidiana. Hablar
de una estrella medio millón de veces el tamaño de nuestra Tierra, de
doscientos miles de millones de tales estrellas en una galaxia y de miles de
millones de galaxias es algo que podemos aceptar, pero fría y racionalmente,
pues nos es imposible poder emocionarnos con cifras que no podemos siquiera
imaginar. Si concebimos un Dios creador de semejante universo, donde actúa todo
tipo de gigantescas fuerzas, simplemente nos parecería un personaje tan fuera
de nuestra experiencia que difícilmente podríamos llegar a concebirlo también
como nuestro cálido y bondadoso Padre con quien es posible conversar de todos
nuestros asuntos, inclusive los más nimios e íntimos. Nuestra cultura aún nos
ata a parámetros que contradicen radicalmente las nuevas evidencias que la ciencia
aporta, acentuando a grados insostenibles la tensión entre las antiguas
creencias y la nueva ciencia.
Triada y ciencia
La ciencia moderna, cuyo origen pudo ser posible sólo en la
cultura occidental, donde se concibe a la naturaleza como conteniendo su
propia causalidad, ha terminado por desacralizarla. Cualquier resabio de
divinidad que ésta tuvo ha sido completamente destruido por aquella. La ciencia
ha sido un retoño de la cultura occidental y pudo surgir justamente porque
desde sus inicios ya había separado radicalmente la divinidad de la naturaleza.
Las dos vertientes de esta cultura, la bíblica y la filosófica, la habían
concebido desprovista completamente de divinidad.
Si así no había ocurrido antes en la historia, se debió a
los elementos mitológicos de las culturas indoeuropeas. La cultura griega había
tenido un severo conflicto entre sus filósofos y sus sacerdotes. Incluso
Sócrates fue condenado por sus ideas sacrílegas o al ostracismo o a beber
cicuta. Como se sabe, él optó por el segundo castigo, y Atenas perdió así al
más destacado de sus ciudadanos. Por su parte, la cultura judaica había surgido
con la concepción de un Dios creador del universo y radicalmente distinto de
éste. El terreno estaba abonado y faltaba solamente la implementación del
método empírico para que surgiera la ciencia con el vigor del que somos
testigos en la actualidad.
Antes del advenimiento de la ciencia, cuando se ignoraban
los modos de las relaciones causales que generan todo cambio en las cosas, era
natural pensar que todos o muchos cambios ocurren por intervención directa de
la voluntad divina. Un individuo podía influir en esta voluntad para que algún
acontecimiento le pudiera ser favorable o para impedir que se desencadenara
algún evento que le pudiera resultar desfavorable. A través de un pacto o
convenio en el que un individuo cedía supuestamente algo a cambio de un favor
divino, él podía de esta forma manipular la voluntad divina. En la actualidad,
cuando se sabe científicamente cómo opera la causalidad natural, la creencia en
milagros debe considerar que un acontecimiento milagroso sería una radical
violación de las leyes naturales y de la voluntad divina. La ciencia marca un
hito en nuestra noción de la intervención divina en la humanidad. Hasta entonces
se creía que Dios intervenía milagrosamente en una naturaleza de fuerzas ciegas
e irracionales para ayudar o para castigar a los seres humanos, ya sea como
colectividad o como individuos. Quienes buscaban desentrañar la voluntad
divina esperaban encontrar señales celestiales (muchos contemporáneos,
creyentes en ovnis, perpetúan aquellas creencias).
Al ir desentrañando la causalidad natural y descubriendo un
extraordinario orden en la naturaleza, la ciencia no encuentra ninguna
intervención milagrosa divina, sino la acción de la naturaleza según sus
propias leyes. Ello ha conducido directamente a algunos al ateísmo, pues han
supuesto que si Dios no puede actuar a través de la naturaleza, entonces no
tiene razón alguna para existir. Además, la ciencia dio al traste con el mito
de la creación hebraica de que cada especie biológica fue creada directamente
por Dios y que la humanidad surgió de una primera pareja, la que además pecó de
manera tal que el castigo divino incluyó a toda su descendencia. Ni siquiera la
postulación de Dios como creador de la naturaleza en el instante del Big Bang
ayuda mucho a la creencia de su existencia, pues desde dicho instante la
naturaleza ha ido evolucionando según los mecanismos propios del cambio hasta
llegar a las cosas que en la actualidad conocemos. Pero nada se puede saber
sobre qué originó el Big Bang, qué había “antes” de este infinito estallido de
energía ni hacia dónde se dirige el universo.
La paradoja de la ciencia (y de los científicos, una gran
mayoría de los cuales son ateos), y también su gran ironía, es que, al tiempo
de desentenderse de la existencia de Dios, lo que hace es justamente develar el
lenguaje divino. Y mientras la ciencia va develando el lenguaje divino con cada
nuevo descubrimiento científico, la tecnología aprovecha la energía divina de
la creación según el lenguaje que va suministrando la ciencia. Por su parte, la
paradoja de los líderes religiosos es que por no atender a lo que la ciencia
devela, se sumergen aún más en sus arcaicas tradiciones, llegando sus
enseñanzas a ser irrelevantes para su cada vez más raleada grey.
Las leyes naturales son deterministas, y si Dios se expresa
a través de ellas, se podría concluir que Él no tendría un ápice de libertad.
Pero Dios tendría libertad si se le atribuye además voluntad. Una respuesta a
este dilema podría ser que estas leyes son deterministas para quienes están
sujetos a ellas, pero para quien es su creador las mismas no pueden determinar
su libre acción. De alguna manera ignota para nosotros Dios manifestaría su
voluntad a través de la causalidad natural, en una escala que le es propia, sin
alterar las leyes naturales en los denominados milagros. Su creación tendría
una finalidad igualmente desconocida para nosotros. Asimismo el universo evolucionaría
teleológicamente. Existirían un Α y un Ω, pero que nosotros no podemos conocer,
sólo nos es dado suponer.
Así, pues, hemos visto la conciencia tanto personal como
colectiva sobre las existencias de la triada. A continuación veremos los distintos
estados de conciencia respecto a la divinidad.
La relación con lo transcendente
El universo es la realidad que está compuesta por
estructuras y fuerzas, que genera el espacio y el tiempo, que perciben nuestros
sentidos, que conoce nuestro intelecto, que es el objeto de la ciencia y la
filosofía y que es donde existimos. Una realidad ajena al universo es
inimaginable, pues, como no nos es sensible, nos es directamente indemostrable,
pero al menos no podemos negar que pueda existir; incluso podemos conjeturar
objetivamente sobre su posible existencia y suponer que tiene consecuentemente
un modo de existir completamente inaccesible para nuestro modo de conocer
partiendo de la experiencia sensible. Ello es así, pues el universo todo es de
energía, siendo co-extensiva al ser metafísico y pudiendo explicar las cosas mejor que éste, y solo conocemos
aquella parte que es puramente material, lo que no incluye a lo que llamamos
“espiritual” ni tampoco a Dios, que es extra-universal.
De esta manera, por deducción a la manera de Aristóteles (384 a . C. – 322 a . C.) o de las “pruebas
de la existencia de Dios” de santo Tomás de Aquino (1224-1274), podemos llegar
a sostener que el universo fue creado por un agente externo a éste, pero, a
diferencia de ambos, sostener que este agente es completamente distinto del
modo de ser del universo, puesto que si lo pensamos como “primer motor”, lo incluiríamos
dentro del universo espacio-temporal. Ya los antiguos hebreos de la tradición
eloísta intuyeron tan profundamente que el creador es radicalmente distinto
del universo que no tuvieron nombre para llamarlo, designándolo simplemente
como Elohim, el innombrable, pues cualquier nombre haría referencia a alguna
cosa creada por Él mismo.
El punto que nos debe llamar la atención es que si aceptamos
la acción de un ser transcendente para la existencia del universo, todo nuestro
análisis, por el cual pensamos que establecimos un cierto orden racional para
comprenderlo, quedaría incómodamente tensionado por este polo de atracción. Y
sin embargo, lo transcendente conferiría no sólo un nuevo significado a la
realidad del universo, sino que ésta llegaría a entenderse plenamente por
aquél. Cuando hablamos de transcendencia para referirnos a Dios, estamos
pensando en una distinción entre el universo y Dios. Pero esta distinción no es
absoluta. Hay algo que relaciona ambas entidades. Tal vinculación es la
energía. Como se explicó anteriormente, la energía no tiene existencia por sí
misma, sino que necesita un continente, un sujeto. En el acto de creación, que
fue precisamente el Big Bang, la energía fluyó de Dios en un instante sin
duración alguna para dar comienzo al universo.
La energía emanada de Dios en el instante de la creación,
que es la única que existe en el universo y parte de la cual se ha condensado
en toda la materia existente, ha llegado a evolucionar según la funcionalidad
de las partículas fundamentales codificada en la misma energía hasta el
aparecimiento de seres inteligentes capaces de postular en primera instancia la
existencia de un Dios creador, y luego llegar a alabarlo y glorificarlo, en
tanto intentan pedirle su ayuda y protección. Por su parte, el mismo Dios
creador se manifestó como padre de cada persona y también como su salvador,
pero no de las vicisitudes de cada uno en su instinto de supervivencia y
reproducción –que es propia de su condición biológica y que es compartida con
el resto de los seres vivientes–, sino para invitarlo a su Reino donde se le
revestirá de una inmortalidad de energía que no pertenece a este universo de
materia.
Si bien es posible pensar que el universo tuvo un comienzo,
que fue creado y que el creador es distinto del universo, resta aún por saber
si el creador creó el universo con un propósito y si interviene en la
causalidad natural para guiar su desarrollo hacia el supuesto propósito. En
realidad, podríamos inferir a partir del ordenamiento y de la creciente
estructuración que observamos en la historia que el universo posee en efecto un
propósito, pero que, a falta de mayores antecedentes, éste nos resulta del todo
misterioso. No obstante, aunque determinar cuál es precisamente tal propósito
es forzar demasiado nuestra capacidad de deducción, no lo es para nuestra
capacidad de fe religiosa. La fe se nutre precisamente de nuestras ideas acerca
de lo que consideramos la intención divina. Si no sabemos cuál fue el propósito
que tuvo Dios al crear el universo, nuestra fe nos dice que al menos Dios tiene
un manifiesto propósito con cada uno de nosotros.
En este último plano la fe puede sostener la creencia en la
existencia de este omnipotente agente creador, Dios, en que posee un plan para
su creación y en que de alguna manera Dios se relaciona con cada uno de
nosotros en una especie de fenómeno religioso. Así, pues, la intuición incomunicable
de una realidad fascinante y sobrecogedora, en los términos de Rudolph Otto
(1869-1937), y que el teólogo austriaco, Karl Rahner (1904-1984), designaba
como el “horizonte transcendental atemático”, queda fuera de la realidad
sensible, pero dentro de las posibilidades de entendimiento de nuestra
conciencia profunda. Habida cuenta que en nuestro conocimiento todo proviene de
nuestra experiencia de lo sensible, una intuición de lo divino, aquella
realidad tan distinta del mundo sensible y que define el ámbito de la fe, nos
lleva más allá, transcendiendo ciertamente la realidad de nuestro universo.
Ciertamente, el ser humano es un brote de la naturaleza. En
un salto escalar, mediante la evolución biológica, ésta lo dotó de capacidad
intencional, lo que lo hace ser persona responsable de sus actos. De esta
manera, cuando el ser humano muere, la persona subsiste. Al no verse sujeto de
las leyes naturales, el tiempo y el espacio, le permite integrarse o no a Dios.
La complementariedad estructura-fuerza y lo
transcendente
Si la filosofía puede teóricamente apuntar, pero sin concluir,
que el universo no solamente tuvo un origen divino, sino también que su
composición básica de fuerzas y estructuras contiene la potencialidad para
haber generado al ser humano, el único ser capaz de reconocer la divinidad,
alabarla y pedir su misericordia, ella no puede decir nada sobre que el ser
humano, o parte de él, tenga la posibilidad de subsistir a su muerte. Por el
contrario, tal noción, que intenta ser justificada por la primera ley de la
termodinámica, contradice precisamente su segunda ley, ya que es la que ha
permitido al ser humano estructurarse como un ser transcendente (ver http://unihum1.blogspot.com, capítulo
1).
La realidad de la fe no es explicable a partir del conocimiento
objetivo del universo. En cuanto pertenece exclusivamente al ámbito más
subjetivo posible, que es el de la conciencia profunda, la cual puede
experimentarla en forma íntima y personal, ella queda al margen de lo
psicológico y no puede, por lo tanto, constituirse en materia de nuestro
conocimiento objetivo. A lo más que éste puede llegar es a una psicología o a
una sociología religiosa desde donde es posible observar, registrar y analizar
el fenómeno religioso únicamente en forma indirecta, en cuanto manifestación
psicológica y fundamento cultural, es decir, como sólo aparece externamente. La
ciencia no puede traspasar la barrera de lo sobrenatural y de su relación con
la intimidad de la fe religiosa, que es precisamente el punto crítico
fundamental en todo intento racional por conocer la totalidad de la realidad.
Tampoco lo puede hacer la filosofía, por mucho que la preocupación por la
realidad sobrenatural fue un importante impulso para constituirse en la primera
rama del saber objetivo. La razón es que la conciencia profunda viene a ser la
estructuración de la energía en persona, forjándola indeleblemente en sí de un
modo desmaterializado y afirmando que la realidad, no es solo material, sino
que también es transcendente, pudiéndola conocer con otros “ojos” que ven la
experiencia sensible, los cuales podrían abrirse completamente solo tras la
muerte fisiológica del individuo.
Por ello, el esfuerzo codificador de santo Tomás de Aquino para
sintetizar la razón con la fe, o sea, el racionalismo aristotélico con el
evangelio de Jesús, no tiene validez. Si la filosofía del ser incursiona en el
terreno de lo religioso, lo hace porque también comprende esa otra dimensión,
puesto que, para ella, de lo sobrenatural también puede forzadamente predicarse
el ser. Si bien la filosofía hizo posible incluir la noción de transcendencia
dentro de la noción de ser trascendental, la ciencia simplemente relegó lo
transcendente de la causalidad del universo. En esta perspectiva el
racionalista Friedrich Nietzsche (1844.1900) tenía razón cuando afirmó que Dios
ha muerto, y el primer cosmonauta, el soviético Yuri Gagarin (1934-1968), se
hacía eco del conocimiento científico cuando radió a la Tierra , durante el primer
vuelo espacial, que no veía a Dios en aquel lugar donde la imaginativa creencia
tradicional lo ubicaba.
No parece legítimo predicar lo transcendente del ser desde
el momento que esta dimensión es inaccesible a nuestro conocimiento objetivo.
Por ejemplo, las nociones de eterno e infinito son nociones lógicas y
racionales que derivan de los parámetros espacio-temporales del universo.
"Eterno" se refiere a un universo sin tiempo, en tanto que
"infinito", a un universo sin espacio. Ambos tipos de universos no
nos son reales, sino lógicos. En este sentido, la filosofía de la
complementariedad estructura-fuerza es más restringida que la filosofía del
ser, ya que incluye dentro de su campo de estudio exclusivamente todo lo
perteneciente al universo y las cosas que contiene, pero excluye toda realidad
extrauniversal.
La fe religiosa escapa del conocimiento de la ciencia y la
filosofía. En este sentido se puede entender la afirmación de Jesús, según el
evangelio de Juan: “mi Reino no es de este mundo”. Una realidad puramente
religiosa puede ser “conocida” únicamente por la fe; puede “superponerse” a la
realidad sensible y adquirir un significado especial, aunque esencialmente
paradojal. Aún más, toda acción tanto natural como humana que nos afecte puede
adquirir un significado a la luz de la fe. No es que por la fe se pueda
conocer el sentido o finalidad última de una causa, sino que le confiere un
significado relacionado a un propósito transcendente. El conocimiento intelectual
de las causas proviene de la experiencia, la que nos entrega una relación
causal, y no de la causa final, como supuso Aristóteles. Desde el punto de
vista transcendente, que es el de la fe, la relación causal, que es puramente
natural, adquiere un significado relacionado con una finalidad intrínseca. La
fe abre la realidad propia del universo sensible a lo que lo transciende. La fe
afirma rotundamente que la existencia del ser humano no termina en este
universo con su muerte. Indudablemente, esta afirmación no es científica. El dilema
para el no creyente es si dicha afirmación es verdadera.
Dios causa
Podemos concebir teóricamente que Dios sea causa en dos
sentidos. En primer lugar, Dios pudo haber sido la causa eficiente, en
términos aristotélicos, del universo en el acto de su creación. El Big Bang
contuvo una funcionalidad tan grande que a partir de simples partículas
subatómicas fundamentales, condensadas de la energía inicial, se pudo
estructurar toda la complejidad del universo actual.
En segundo lugar, Dios puede ser la causa final, también en
términos aristotélicos, de la estructuración de la materia. Evidentemente, la
funcionalidad inicial no ha conducido necesariamente a la estructuración
actual por causa de la sola funcionalidad, en razón del indeterminismo fundamental
de lo singular. Albert Einstein (1879-1955) no pudo concebir que Dios jugara a
los dados cuando quiso refutar la realidad del indeterminismo de la mecánica
cuántica. Pero si Dios no juega a los dados y si el indeterminismo de la
mecánica cuántica está en la base de la causalidad natural, no quedaría más que
aceptar una causalidad final divina por la cual, primeramente, el universo fue
creado basado en la funcionalidad específica de sus partículas fundamentales, y
secundariamente, la funcionalidad de las partículas fundamentales de la
creación divina están determinadas a estructurase de modo que el cambio se dé
en un cierto sentido, y no en otro, cuando observamos la existencia de la
creciente estructuración y funcionalidad de las cosas del universo.
Lo anterior no quiere decir que si eliminamos el factor
casual, de azar, en consideración de la omnisciencia divina, habría que
postular una teleología, o una ortogénesis al estilo de Pierre Teilhard de
Chardin (1881-1955). Sin embargo, resulta que esta argumentación proviene
demasiado de nuestro modo de conocer. Primero, la omnisciencia divina
transciende el tiempo, parámetro esencial de nuestra forma de conocimiento;
por lo que el conocimiento divino no sería siquiera análogo al nuestro.
Segundo, lo casual es un factor esencial del cambio en el universo a escala de
lo singular, base del movimiento que percibimos como continuo a una escala
superior, y no de lo determinado (ref. Heissenberg). Tercero, tal como existe
nuestro universo de espacio-tiempo, bien pueden "existir" universos
(si cabe este término) sin espacio-tiempo (ref. el “más allá”), y, por tanto,
no perceptibles ni intelectualmente cognoscibles, donde no opera la causalidad.
En tales supuestos universos, la omnisciencia, que incluye la preciencia, no
dependería del conocimiento de las causas, las que no nos permiten conocer lo
que no ha acontecido aún.
En consecuencia, es posible concebir el poder divino no
solamente en cuanto a la creación de un universo muy funcional, sino también
como causa final actuando desde fuera del universo. Podemos suponer que tras
toda causa natural, incluyendo también la causalidad intencional humana,
estaría la voluntad de Dios actuando, de modo muy aristotélico, a través de una
causalidad final, pero que nos es completamente desconocida para nosotros.
Esto viene a ser como postular que quien causó el Big Bang determinó también su
dirección, lo que no es tan descabellado suponer.
No tenemos fuentes objetivas de conocimiento de Dios. El
dogma teológico, siendo siempre una elaboración humana, no puede naturalmente
encasillar a Dios, pues el ser divino, extra-universal, no es un objeto de
nuestro conocimiento. Por otra parte, las venerables Sagradas Escrituras han
sido reputadas tradicionalmente como la forma que Dios ha tenido para
hablarnos de sí mismo y para expresar su voluntad respecto a nosotros. Incluso
Martín Lutero (1483-1546) las consideró como la única fuente certera de
revelación divina.
Ciertamente, quedaríamos bastante libres de nuestro elaborado
conocimiento teológico acerca de un supuesto origen revelado si lisa y
llanamente desecháramos la
Biblia como “palabra de Dios”, quitándole su reconocido
carácter inerrante, y la consideráramos más bien como el producto de una
cultura pre-científica, pero muy religiosa que, en posesión del entonces novel
invento de la escritura, escribió –y corrigió elaborando innumerables veces–
textos, a través de muchas generaciones y tradiciones, una explicación
relativamente unificada acerca del destino de un pueblo que fue supuestamente
elegido por Dios mediante una mítica alianza. Para resaltar que la tradición
recubre con un manto sagrado el texto escrito, es bueno entender asimismo que
venerables tradiciones que no tuvieron escribas que las plasmaran por escrito,
el tiempo se encargó simplemente de sepultarlas para siempre en el olvido.
El meollo de la relación de Dios con los seres humanos y el
sentido transcendente de la vida personal de cada cual se encuentra
fundamentalmente en el mensaje de Jesús, en lo que se ha venido a reconocer
como la nueva alianza, por oposición a la primera que Dios estableció
míticamente con Abraham, Jacob y Moisés y sus descendientes. De este modo,
específicamente, los evangelios Sinópticos tienen un carácter autónomo y se
erigen independientemente del resto de las Sagradas Escrituras. Es una tarea
difícil penetrar en qué Jesús quiso decirnos exactamente, pues quienes
escribieron acerca de sus dichos y hechos estaban imbuidos en las tradiciones
de su época. Pero es posible llegar a entender qué fue lo que nos dijo
efectivamente.
Notas:
Este ensayo, ubicado en http://unihum8a.blogspot.com/, corresponde al Capítulo 1, “Dios, los hombres
y la naturaleza”, del Libro VIII, La
flecha de la vida (ref. http://unihum8.blogspot.com/).
Perfil del autor: www.blogger.com/profile/09033509316224019472