domingo, 21 de junio de 2015

Patricio Valdés Marín


A partir del conocimiento del universo y sus cosas nosotros podemos llegar a postular la existencia de un Dios transcendente, creador y salvador. Este conocimiento lo podemos incorporar a nuestra propia cosmovisión. Tras postular esta existencia, también nosotros podemos alabar y glorificar a Dios. En retribución a este reconocimiento, se puede suponer que Dios podría hacer transcender la existencia de cada uno de nosotros. Lo existente conforma una triada: la divinidad, la humanidad y la naturaleza. Las dos últimas conforman el universo creado por la primera. El universo se rige por leyes naturales que fueron dadas por la divinidad y que explican su funcionamiento. Los seres humanos nos distinguimos de la naturaleza porque tenemos autonomía a causa de nuestra acción intencional. Justamente, por nuestra acción intencional cada uno de nosotros podemos constituirnos en interlocutor válido de Dios.


La triada existencial


Delimitando la diversidad de todo lo existente a lo puramente funcional, los seres humanos podemos llegar a tener conocimiento de tres tipos de existencias irreductibles que se distinguen precisamente por sus funciones: la divinidad, la humanidad y la naturaleza. También podemos conjeturar que tanto la humanidad como la naturaleza conforman el universo y que éste es creación de la divinidad, siendo ésta la causa primera y última de aquélla. Los tres tipos de existencias según sus funciones son: 1º la divinidad es el único poder primero y último que existe del universo; 2º la humanidad, tanto colectiva como individual, es objeto de acciones salvadoras o condenatorias, y busca superar su condi­cionamiento físico y transcender sus propias limitaciones; y 3º la naturaleza física, de la que están compuestas todas las cosas, incluida la humanidad, atestigua la infinitud del poder de la divinidad, puede satisfacer las necesidades humanas y también constituye una amenaza y finalmente destrucción para la humanidad. De este modo, la distinción entre los tres tipos de existencias, que se denominará “triada”, se nos hace necesaria a nuestra conciencia, pues los percibimos con funciones muy distintivas.

La triada como tal tiene valor únicamente existencial y funcional, no pudiendo ser englobada por la ontología, pues la divinidad no es un ente como la humanidad y la naturaleza, ya que, aunque podamos presumir su existen­cia, no puede ser un objeto de nuestro conocimiento sensible. Sin embargo podemos hablar de triada porque sus componentes no pertenecen a realidades distintas de lo existente y funcional. Para nues­tra conciencia unificadora, la realidad es una sola y en ella nosotros podemos entender que las tres existencias se relacionan causalmente.

La divinidad

Se pueden dar diversas apreciaciones acerca de cada una de las existencias de la triada, dependiendo de la conciencia que de éstas tengamos. Así, la divinidad puede ser concebida ya sea distinta y separada de la naturaleza, como en las religio­nes más desarrolladas, ya sea idéntica a la naturaleza, como en el panteísmo, ya sea habitando en la naturaleza, como en las religiones politeístas y animistas. Incluso en el antiguo Egipto, se llegó a identificar la divinidad con el faraón. Es lógico que si la divinidad se la concibe actuando dentro de la naturaleza, identi­ficada con las muchas fuerzas que allí se observan operar, se llegue al politeísmo. El maniqueísmo postula la existencia de dos divinidades contra­rias en permanente pugna, en la suposición que el bien y el mal tienen valor absoluto.

En cambio, el monoteísmo parece lógico si la divinidad se la separa del universo. Se habla de Dios cuando la divinidad es pensada como persona que puede relacionarse con la persona humana. La concepción monoteísta surge en culturas con un pensamiento cosmológico más desarrollado y elaborado. La no creencia en la existencia de la divinidad se llama ateísmo; éste se ha hecho más corriente en la medida que la ciencia ha ido desterrando la divinidad de la causalidad natural en las cosas del universo, no quedando ninguna mani­festación directa suya, ni siquiera como milagro, excepto en el irreductible caso de la creación misma, tras el demostración de Edwin Hubble (1889-1953) de la expansión del universo que lleva a concluir su inicio en el tiempo de un Big Bang, hace 13,7 mil millones de años atrás. El ser humano contemporáneo, imbuido en sus afanes de dominar la naturaleza y gozar con sus logros, es un ateo prácti­co, pues su conciencia no tiene necesidad de Dios en su diario afán.

Dios es silencioso e incomunicativo. Inútil es el esperar señales del Cielo, pues nunca aparecerán; y si acaso llegaran a aparecer, como el supuesto llorar sangre de algunas imágenes sacras, nunca se sabrá su significado verdadero, pudiendo tal evento ser interpretado según el antojo de cada cual. Dios dotó de funcionalidad al universo que creó para evolucionar y estructurarse según leyes naturales, donde el milagro no cabe.

La humanidad

En su relación con la divinidad, podemos concebir la humanidad ya sea como colectividad o como individualidad. En el primer caso podemos, por ejemplo, imaginarla como el pueblo de Israel, o el pueblo de Dios. Colectividades conforman religiones, iglesias y sectas. También podemos concebir los seres humanos como individuos y éstos podemos pensarlos ya sea como inmanentes y sus exis­tencias individuales desaparecer con su propia muerte, o con un destino necesariamente transcendente y, por lo tanto, con una naturaleza eterna.

Tradicionalmente, siguiendo a Platón (428 a. C. – 347 a. C.), podemos suponer que cada ser humano es un compuesto de alma espiritual, incorruptible y eterna y de cuerpo material corruptible. Una línea de pensamiento es creer que en una existencia en otro mundo ambos componentes se volverían a fundir en un acto de resurrección. La dualidad griega fue transformada por Descartes en una dualidad entre un espíritu, la res cogitans, propio de lo subjetivo y lo irreductible para la ciencia, y una materia, la res extensa, objeto del conocimiento, jamás pudiendo él explicar cómo estas realidades tan radicalmente distintas pueden articularse causalmente. En ciertas culturas, como el hinduismo, se cree que las almas trans­migran de cuerpos y tienen distintas existencias a lo largo de su periplo terrestre en un ciclo de reencarnaciones (samsara), hasta encontrar la liberación en el moksha. En otras, se supone que después de la muerte el espíritu del individuo queda presente de alguna manera, morando entre los vivos. También puede creerse que aquél parte a otro mundo.

La ciencia estudia acertadamente al ser humano como parte de la naturaleza. Así, la ecología estudia la especie humana como parte de la biocenosis del ecosistema. Lo que es impropio es que el ecologismo, que es la ideología que se fundamenta en la ecolo­gía, sobre todo el ecologismo profundo, considere que la humani­dad no es otra cosa que una especie animal más. Para éste la triada se reduce a la mónada de la naturaleza. Por su parte la psicología, especialmente el conductismo, tiende a considerar al ser humano como un individuo animal más que reacciona a estímulos externos según parámetros medibles de comportamiento y sin capacidad de acción intencional.

Los seres humanos nos distinguimos de la naturaleza porque tenemos autonomía respecto a la divinidad y la naturaleza en lo que atañe a nuestra acción intencional. Sólo el ser humano tiene la capacidad, por su particular libertad que deriva de su capacidad de pensamiento racional y abstracto, para actuar intencio­nal e independientemente en este restringido ámbito del determinismo de las leyes natu­rales. Pero justamente, por su acción intencional, por la que él se auto-determina libremente, el ser humano se constituye en persona y en un interlocutor válido de Dios. La acción intencional es moral, pues ha habido previamente deliberación. No es una respuesta automática frente a un estímulo. Es en este ámbito moral, que es el de las valoraciones subjetivas de los distintos componentes de la triada y de sus relaciones, en lo que podemos denominar una cosmovisión personal y propia, que el ser humano puede interlocucionar con Dios. La religión que coarta la libertad individual está justamente impidiendo a la persona poder relacionarse con Dios.

En la religiosidad de la cultura occidental, tras el relato de la creación hecha en el Libro del Génesis, ha entrado profundamente la idea de que el ser humano es “imagen” de Dios. Tal idea podría ser cierta si se la toma de manera muy restringida, en el sentido de que se estaría refiriendo a su estructura particular de energía, que le sería propia en cuanto a que es de su propia creación. Pero en todo lo demás es sólo una criatura de Dios.

La naturaleza

La naturaleza puede ser conce­bida por su origen como naciendo en algún instante en algún remoto pasado, o como eterna, perfecta e inmutable, o como cíclica, retornando eternamente de modo idéntico. En general, estas formas míticas y precientíficas de concebir la naturaleza dependen en general de la actividad económica de la colectividad. Una comunidad cazadora supondría que el universo tuvo un inicio; un pueblo pastoril ganadero pensaría que es eterno; una colectividad agrícola creería que es cíclico. Por su finalidad la naturaleza se la puede concebir como en un movimiento progresivo hacia una meta de perfección, o por el contrario, hacia su destrucción siguiendo un camino de degradación progresiva. Puede pensarse que su gran poder sobre la humanidad podría tener origen divino o ser propio de ella misma. En el maniqueísmo el poder divino es dual y contrario. En el politeísmo la plurali­dad de poderes suelen entrar en conflicto, y a los individuos les vale mejor estar en las buenas con todos los dioses.

Desde un punto de vista filosófico se puede aseverar que la energía no tiene existencia por sí misma, de modo que para existir y actuar necesita pertenecer o depender de un portador o un contenedor. Si de acuerdo con la primera ley de la termodinámica “la energía no se crea ni se destruye, sólo se transforma”, la energía primigenia que originó al Big Bang debió consecuentemente estar contenida previamente en aquél que denominamos Dios o ser creada, condición que ni el teólogo más sabio puede saber. El universo y la energía que contiene es una emanación de Dios, y tiene tres características: 1º Es infinita. 2º A pesar de su radical simplicidad, que sólo interesa para condensarse en partículas fundamentales (masa y cargas eléctricas) y posibilitar su interconexión, su específica funcionalidad primordial originó de ahí en escalas sucesivas las leyes naturales en toda su infinita diversidad. 3º Estos procesos han estructurado toda la complejidad del el universo que conocemos.

En el universo existen dos referentes: el Big Bang y el tiempo presente de cada cual en tanto observador. Si el Big Bang fue el gran estallido que dio origen al universo y que fue generado por una energía infinita que emanó de Dios (Dios no habría creado el universo ab nihilo, de la nada, como aseguró san Agustín de Hipona (354 –430)), y si la velocidad de expansión de la materia del universo es la de la luz, entonces, desde el punto de vista del Big Bang, según la teoría de la relatividad especial, Dios estaría siempre presente en el tiempo presente de cada observador, es decir, de cada cosa existente en el universo, ya que el tiempo se alarga absolutamente.

Así visto, la voluntad divina se ejercería justamente a través de las leyes naturales, que son de su creación, y no mediante la alteración de estas leyes, que son los llamado “milagros”. Las leyes naturales serían verdaderamente leyes divinas, en el sentido dado al término “ley”, que significa más bien el modo determinista de la acción de la relación entre una causa y su efecto, y que opera del mismo modo y con necesidad en todo el universo desde su creación. Isaac Newton (1641-1727) señalaba que el libro de la naturaleza está escrito por Dios, dando a entender que es posible el conocimiento y la creencia en Dios a través de su creación. Podemos legítimamente pensar además que el modo de actuar divino es precisamente a través de las leyes de la natura­leza. En realidad el Logos gnóstico se manifiesta en la causalidad natural. El poder que existe en cada relación de la causa con su efecto provino primeramente de Dios y se transfiere de un modo que Él determinó.

En la naturaleza existe el cambio permanente y continuo, pues ella está sujeta a la causalidad que proviene de la energía primigenia, la que es encausada en forma determinista por las leyes naturales. Allí existe estructuración y desestructuración en ese permanente fluir que admiró a Heráclito (535 a. C. - 484 a. C.). La naturaleza es de vida y muerte. Todo lo que algún día nace, algún día termina por morir. En esta naturaleza nos toca vivir y morir. La vida humana transcurre entre dichas y desdichas desde que nace hasta que muere. Deseando la felicidad y consciente de este irremediable término, añora la paz de una vida eterna.


Triada y cultura


Nuestra conciencia del modo que adquiere la triada es emi­nentemente cultural. Cada pueblo ha desarrollado su propia ver­sión según el conocimiento colectivo del universo y sus cosas, y lo que distingue a una cultura y la separa de otra es la conciencia particular que se tenga de estas existencias y la relación específica que de éstas se haga. Para que una estructura social pueda subsistir, le es vital tener una visión colectiva de la triada. Toda mitología surge de esta necesidad. La conciencia colectiva de la triada es, por otra parte, tan poderosa y básica que hace que todo individuo tenga un conocimiento de una realidad tan distintiva que éste se identifique con su propia cultura, la cual le traspasa ese saber colectivo desde las tiernas manifestaciones de la conciencia infantil. Además, la conciencia colectiva es lo que se encuentra plasmado como sostén de cada cultura y le confiere sus características. La conversión religiosa es en gran medida la renuncia a la cultura nativa para aceptar una foránea, o un reemplazo de una concepción tradicional, tal vez más sim­ple, por una posiblemente más sofisticada.

Una sociedad pluralista es capaz de subsistir conteniendo en su seno una cantidad de culturas distintas y contradictorias, pues lo que le da su unidad es la tolerancia y el mutuo respeto, que son valores que hacen posible la convivencia social. Una religión abierta puede contener en su seno una variedad de ritos, normas y dogmas distintos y mantenerse unida por verdades más trascendentales, como la creencia en un Dios de todos, además de usos y costumbres compartidos. Usualmente, la historia muestra lo contrario. Las verdades tras­cendentales se olvidan en beneficio de la univocidad simple pero intransigente de ritos, normas y dogmas, instalándose la represión y la intolerancia. En esta situación tanto las naciones como las clases sociales se identifican con religiones particulares como forma de cohesión y presentar un frente unificado, ya sea para dominar a otros o para mantenerse independientes del dominio de otros.

Ejemplo vil y extremo de la represión y la intolerancia religiosa fue el dado por la Santa Inquisición en la España de fines del siglo XV en adelante. En aquél entonces éste tribunal eclesiástico sentenciaba a herejes a vestir sambenito, tras permanecer largo tiempo en sucios calabozos sometidos a torturas y sin posibilidad de conocer las acusaciones. Según consta en procesos, a los judíos conversos se los condenaba a morir en la hoguera por delitos tales como comer carne los Viernes de Cuaresma; no probar carnes magras ni porcinas; no cocinar cerdo o pescado sin escamas o ave que corra o vuele; alimentarse con viandas fritas en aceite de aceituna.

La triada se expresa cultural y colectivamente en mitos, ritos y normas éticas. Una religión es la explicitación legendaria-dogmática, ritual-litúr­gica y normativa-canónica de una conciencia colectiva de una triada particular. Se ha criticado tal vez con demasiado rigor a Max Weber (1864-1920) porque en su libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1905) analizó la explicitación de una conciencia colectiva particular para dar cuenta de un comportamiento ético determinado, cuando su intención fue más bien explicar los elementos conformadores de dicha concien­cia colectiva. Una ideología determinada es, por su parte, una racionalización con pretensiones de ciencia o filosofía de una triada particular.

La cultura occidental es tributaria de la conciencia que el pueblo israelita fue adquiriendo de sí mismo y de su relación con Yahveh. Este pueblo legó una importante tradición centrada en el esfuerzo realizado por comprender los tres tipos de existencias y las relaciones entre ellas. Según el Libro del Génesis, la divinidad eterna y omnipotente creó de la nada a las dos existencias restantes, y creó al ser humano a su semejanza, dándole poder sobre la naturaleza para someterla y dominarla. Tan poderosa ha sido esta tradición que convirtió la conciencia de la cultura celta, griega, latina y germánica, que fueron los pueblos que dieron origen a la cultura occidental, quedando pocos elementos de la conciencia anterior propia de los tres tipos de existencias y sus relaciones. Ciertamente, la cultura griega aportó su ciencia y su filosofía, y la romana, su método y su tecnolo­gía, mientras todas aportaron sus mitos y leyendas.

Es pertinente observar la imagen que los seres humanos nos forjamos de Dios según sea la concepción que tengamos del universo. En épocas previas a los viajes de descubrimiento el universo conocido era fácilmente aprehensible por los seres humanos, pues era de una dimensión casi antropométrica. El Sol, la Luna y las estrellas estaban casi al alcance de la mano. Ícaro hubiera tocado el Sol si éste no hubiera estado tan caliente que le derritiera sus alas que fabricó de cera. Dios, creador de este universo, era casi antropomorfo, como el mismo Yahveh. Los seres humanos se encontraban además en su mismo centro.

En comparación nuestra época científica nos presenta un universo muy difícil de aprehender por lo inconmensurable. Distancias de catorce mil millones de años luz salen de nuestra experiencia cotidiana. Hablar de una estrella medio millón de veces el tamaño de nuestra Tierra, de doscientos miles de millones de tales estrellas en una galaxia y de miles de millones de galaxias es algo que podemos aceptar, pero fría y racionalmente, pues nos es imposible poder emocionarnos con cifras que no podemos siquiera imaginar. Si concebimos un Dios creador de semejante universo, donde actúa todo tipo de gigantescas fuerzas, simplemente nos parecería un personaje tan fuera de nuestra experiencia que difícilmente podríamos llegar a concebirlo también como nuestro cálido y bondadoso Padre con quien es posible conversar de todos nuestros asuntos, inclusive los más nimios e íntimos. Nuestra cultura aún nos ata a parámetros que contradicen radicalmente las nuevas evidencias que la ciencia aporta, acentuando a grados insostenibles la tensión entre las antiguas creencias y la nueva ciencia.


Triada y ciencia


La ciencia moderna, cuyo origen pudo ser posible sólo en la cultura occidental, donde se concibe a la naturaleza como conte­niendo su propia causalidad, ha terminado por desacralizarla. Cualquier resabio de divinidad que ésta tuvo ha sido completamente destruido por aquella. La ciencia ha sido un retoño de la cultura occidental y pudo surgir justamente porque desde sus inicios ya había separado radicalmente la divinidad de la naturaleza. Las dos vertientes de esta cultura, la bíblica y la filosófica, la habían concebido desprovista completamente de divinidad.

Si así no había ocurrido antes en la historia, se debió a los elementos mitológicos de las culturas indoeuropeas. La cultura griega había tenido un severo conflicto entre sus filósofos y sus sacerdotes. Incluso Sócrates fue condenado por sus ideas sacrílegas o al ostracismo o a beber cicuta. Como se sabe, él optó por el segundo castigo, y Atenas perdió así al más destacado de sus ciudadanos. Por su parte, la cultura judaica había surgido con la concepción de un Dios creador del universo y radicalmente distinto de éste. El terreno estaba abonado y faltaba solamente la implementación del método empírico para que surgiera la ciencia con el vigor del que somos testigos en la actualidad.

Antes del advenimiento de la ciencia, cuando se ignoraban los modos de las relaciones causales que generan todo cambio en las cosas, era natural pensar que todos o muchos cambios ocurren por intervención directa de la voluntad divina. Un individuo podía influir en esta voluntad para que algún acontecimiento le pudiera ser favorable o para impedir que se desencadenara algún evento que le pudiera resultar desfavorable. A través de un pacto o convenio en el que un individuo cedía supuestamente algo a cambio de un favor divino, él podía de esta forma manipular la volun­tad divina. En la actualidad, cuando se sabe científicamente cómo opera la causalidad natural, la creencia en milagros debe consi­derar que un acontecimiento milagroso sería una radical viola­ción de las leyes naturales y de la voluntad divina. La ciencia marca un hito en nuestra noción de la interven­ción divina en la humanidad. Hasta entonces se creía que Dios intervenía milagrosamente en una naturaleza de fuerzas ciegas e irracionales para ayudar o para castigar a los seres humanos, ya sea como colectividad o como individuos. Quienes buscaban desen­trañar la voluntad divina esperaban encontrar señales celestiales (muchos contemporáneos, creyentes en ovnis, perpetúan aquellas creencias).

Al ir desentrañando la causalidad natural y descubriendo un extraordi­nario orden en la naturaleza, la ciencia no encuentra ninguna intervención milagrosa divina, sino la acción de la naturaleza según sus propias leyes. Ello ha conducido directamente a algunos al ateís­mo, pues han supuesto que si Dios no puede actuar a través de la naturaleza, entonces no tiene razón alguna para existir. Además, la ciencia dio al traste con el mito de la creación hebraica de que cada especie biológica fue creada directamente por Dios y que la humanidad surgió de una primera pareja, la que además pecó de manera tal que el castigo divino incluyó a toda su descendencia. Ni siquiera la postulación de Dios como creador de la naturaleza en el instante del Big Bang ayuda mucho a la creencia de su existencia, pues desde dicho instante la naturaleza ha ido evolu­cionando según los mecanismos propios del cambio hasta llegar a las cosas que en la actualidad conocemos. Pero nada se puede saber sobre qué originó el Big Bang, qué había “antes” de este infinito estallido de energía ni hacia dónde se dirige el universo.

La paradoja de la ciencia (y de los científicos, una gran mayoría de los cuales son ateos), y también su gran ironía, es que, al tiempo de desentenderse de la existencia de Dios, lo que hace es justamente develar el lenguaje divino. Y mientras la ciencia va develando el lenguaje divino con cada nuevo descubrimiento científico, la tecnología aprovecha la energía divina de la creación según el lenguaje que va suministrando la ciencia. Por su parte, la paradoja de los líderes religiosos es que por no atender a lo que la ciencia devela, se sumergen aún más en sus arcaicas tradiciones, llegando sus enseñanzas a ser irrelevantes para su cada vez más raleada grey.

Las leyes naturales son deterministas, y si Dios se expresa a través de ellas, se podría concluir que Él no tendría un ápice de libertad. Pero Dios tendría libertad si se le atribuye además voluntad. Una respuesta a este dilema podría ser que estas leyes son deterministas para quienes están sujetos a ellas, pero para quien es su creador las mismas no pueden determinar su libre acción. De alguna manera ignota para nosotros Dios manifestaría su voluntad a través de la causalidad natural, en una escala que le es propia, sin alterar las leyes naturales en los denominados milagros. Su creación tendría una finalidad igualmente desconocida para nosotros. Asimismo el universo evolucionaría teleológicamente. Existirían un Α y un Ω, pero que nosotros no podemos conocer, sólo nos es dado suponer.

Así, pues, hemos visto la conciencia tanto personal como colectiva sobre las existencias de la triada. A continuación veremos los distintos estados de conciencia respecto a la divinidad.


La relación con lo transcendente


El universo es la realidad que está compuesta por estructuras y fuerzas, que genera el espacio y el tiempo, que perciben nuestros sentidos, que conoce nuestro intelecto, que es el objeto de la ciencia y la filosofía y que es donde existi­mos. Una realidad ajena al universo es inimaginable, pues, como no nos es sensible, nos es directamente indemostrable, pero al menos no podemos negar que pueda existir; incluso podemos conje­turar objetivamente sobre su posible existencia y suponer que tiene consecuentemente un modo de existir completamente inaccesi­ble para nuestro modo de conocer partiendo de la experiencia sensible. Ello es así, pues el universo todo es de energía, siendo co-extensiva al ser metafísico y pudiendo explicar  las cosas mejor que éste, y solo conocemos aquella parte que es puramente material, lo que no incluye a lo que llamamos “espiritual” ni tampoco a Dios, que es extra-universal.

De esta manera, por deducción a la manera de Aristóteles (384 a. C. – 322 a. C.) o de las “pruebas de la existencia de Dios” de santo Tomás de Aquino (1224-1274), podemos llegar a sostener que el universo fue creado por un agente externo a éste, pero, a diferencia de ambos, sostener que este agente es completamente distinto del modo de ser del universo, puesto que si lo pensamos como “primer motor”, lo in­cluiríamos dentro del universo espacio-temporal. Ya los antiguos hebreos de la tradición eloísta intuyeron tan profundamente que el creador es radicalmen­te distinto del universo que no tuvieron nombre para llamarlo, designándolo simplemente como Elohim, el innombrable, pues cualquier nombre haría referencia a alguna cosa creada por Él mismo.

El punto que nos debe llamar la atención es que si acepta­mos la acción de un ser transcendente para la existencia del universo, todo nuestro análisis, por el cual pensamos que establecimos un cierto orden racional para comprenderlo, quedaría incómodamente tensionado por este polo de atracción. Y sin embargo, lo transcendente conferiría no sólo un nuevo significado a la realidad del universo, sino que ésta llegaría a entenderse plenamente por aquél. Cuando hablamos de transcendencia para referirnos a Dios, estamos pensando en una distinción entre el universo y Dios. Pero esta distinción no es absoluta. Hay algo que relaciona ambas entidades. Tal vinculación es la energía. Como se explicó anteriormente, la energía no tiene existencia por sí misma, sino que necesita un continente, un sujeto. En el acto de creación, que fue precisamente el Big Bang, la energía fluyó de Dios en un instante sin duración alguna para dar comienzo al universo.

La energía emanada de Dios en el instante de la creación, que es la única que existe en el universo y parte de la cual se ha condensado en toda la materia existente, ha llegado a evolucionar según la funcionalidad de las partículas fundamentales codificada en la misma energía hasta el aparecimiento de seres inteligentes capaces de postular en primera instancia la existencia de un Dios creador, y luego llegar a alabarlo y glorificarlo, en tanto intentan pedirle su ayuda y protección. Por su parte, el mismo Dios creador se manifestó como padre de cada persona y también como su salvador, pero no de las vicisitudes de cada uno en su instinto de supervivencia y reproducción –que es propia de su condición biológica y que es compartida con el resto de los seres vivientes–, sino para invitarlo a su Reino donde se le revestirá de una inmortalidad de energía que no pertenece a este universo de materia.

Si bien es posible pensar que el universo tuvo un comienzo, que fue creado y que el creador es distinto del universo, resta aún por saber si el creador creó el universo con un propósito y si interviene en la causalidad natural para guiar su desarrollo hacia el supuesto propósito. En realidad, podríamos inferir a partir del ordenamiento y de la creciente estructuración que observamos en la historia que el universo posee en efecto un propósito, pero que, a falta de mayores antecedentes, éste nos resulta del todo miste­rioso. No obstante, aunque determinar cuál es precisamente tal propósito es forzar demasiado nuestra capacidad de deducción, no lo es para nuestra capacidad de fe religiosa. La fe se nutre precisamente de nuestras ideas acerca de lo que consideramos la intención divina. Si no sabemos cuál fue el propósito que tuvo Dios al crear el universo, nuestra fe nos dice que al menos Dios tiene un manifiesto propósito con cada uno de nosotros.

En este último plano la fe puede sostener la creencia en la existencia de este omnipotente agente creador, Dios, en que posee un plan para su creación y en que de alguna manera Dios se relaciona con cada uno de nosotros en una especie de fenómeno religioso. Así, pues, la intuición incomunicable de una realidad fascinante y sobrecogedora, en los términos de Rudolph Otto (1869-1937), y que el teólogo austriaco, Karl Rahner (1904-1984), designaba como el “horizonte transcendental atemático”, queda fuera de la realidad sensible, pero dentro de las posibilidades de entendimiento de nuestra conciencia profunda. Habida cuenta que en nuestro conocimiento todo proviene de nuestra experiencia de lo sensible, una intuición de lo divino, aquella realidad tan distinta del mundo sensible y que define el ámbito de la fe, nos lleva más allá, transcendiendo ciertamente la realidad de nuestro universo.

Ciertamente, el ser humano es un brote de la naturaleza. En un salto escalar, mediante la evolución biológica, ésta lo dotó de capacidad intencional, lo que lo hace ser persona responsable de sus actos. De esta manera, cuando el ser humano muere, la persona subsiste. Al no verse sujeto de las leyes naturales, el tiempo y el espacio, le permite integrarse o no a Dios.


La complementariedad estructura-fuerza y lo transcendente


Si la filosofía puede teóricamente apuntar, pero sin con­cluir, que el universo no solamente tuvo un origen divino, sino también que su composición básica de fuerzas y estructuras con­tiene la potencialidad para haber generado al ser humano, el único ser capaz de reconocer la divinidad, alabarla y pedir su misericordia, ella no puede decir nada sobre que el ser humano, o parte de él, tenga la posibilidad de subsistir a su muerte. Por el contrario, tal noción, que intenta ser justificada por la primera ley de la termodinámica, contradice precisamente su segunda ley, ya que es la que ha permitido al ser humano estructurarse como un ser transcendente (ver http://unihum1.blogspot.com, capítulo 1).

La realidad de la fe no es explicable a partir del conoci­miento objetivo del universo. En cuanto pertenece exclusivamente al ámbito más subjetivo posible, que es el de la conciencia profunda, la cual puede experimentarla en forma íntima y perso­nal, ella queda al margen de lo psicológico y no puede, por lo tanto, constituirse en materia de nuestro conocimiento objetivo. A lo más que éste puede llegar es a una psicología o a una sociología religiosa desde donde es posible observar, registrar y analizar el fenómeno religioso únicamente en forma indirecta, en cuanto manifestación psicológica y fundamento cultural, es decir, como sólo aparece externamente. La ciencia no puede traspasar la barrera de lo sobrenatural y de su relación con la intimidad de la fe religiosa, que es precisamente el punto crítico fundamental en todo intento racional por conocer la totalidad de la realidad. Tampoco lo puede hacer la filosofía, por mucho que la preocupación por la realidad sobrenatural fue un importante impulso para constituirse en la primera rama del saber objetivo. La razón es que la conciencia profunda viene a ser la estructuración de la energía en persona, forjándola indeleblemente en sí de un modo desmaterializado y afirmando que la realidad, no es solo material, sino que también es transcendente, pudiéndola conocer con otros “ojos” que ven la experiencia sensible, los cuales podrían abrirse completamente solo tras la muerte fisiológica del individuo.

Por ello, el esfuerzo codificador de santo Tomás de Aquino para sintetizar la razón con la fe, o sea, el racionalismo aris­totélico con el evangelio de Jesús, no tiene validez. Si la filosofía del ser incursiona en el terreno de lo religioso, lo hace porque también comprende esa otra dimensión, puesto que, para ella, de lo sobrenatural también puede forzadamente predicarse el ser. Si bien la filosofía hizo posible incluir la noción de transcendencia dentro de la noción de ser trascendental, la ciencia simplemente relegó lo transcendente de la causalidad del universo. En esta perspectiva el racionalista Friedrich Nietzsche (1844.1900) tenía razón cuando afirmó que Dios ha muer­to, y el primer cosmonauta, el soviético Yuri Gagarin (1934-1968), se hacía eco del conocimiento científico cuando radió a la Tierra, durante el primer vuelo espacial, que no veía a Dios en aquel lugar donde la imaginativa creencia tradicional lo ubicaba.

No parece legítimo predicar lo transcendente del ser desde el momento que esta dimensión es inaccesible a nuestro conocimiento objetivo. Por ejemplo, las nociones de eterno e infinito son nociones lógicas y racionales que derivan de los parámetros espacio-temporales del universo. "Eterno" se refiere a un universo sin tiempo, en tanto que "infinito", a un universo sin espacio. Ambos tipos de universos no nos son reales, sino lógicos. En este sentido, la filosofía de la complementariedad estructura-fuerza es más restringida que la filosofía del ser, ya que incluye dentro de su campo de estudio exclusivamente todo lo perteneciente al universo y las cosas que contiene, pero excluye toda realidad extrauniversal.

La fe religiosa escapa del conocimiento de la ciencia y la filosofía. En este sentido se puede entender la afirmación de Jesús, según el evangelio de Juan: “mi Reino no es de este mundo”. Una reali­dad puramente religiosa puede ser “conocida” únicamente por la fe; puede “superponerse” a la realidad sensible y adquirir un significado especial, aunque esencialmente paradojal. Aún más, toda acción tanto natural como humana que nos afecte puede adqui­rir un significado a la luz de la fe. No es que por la fe se pueda conocer el sentido o finalidad última de una causa, sino que le confiere un significado relacionado a un propósito trans­cendente. El conocimiento inte­lectual de las causas proviene de la experiencia, la que nos entrega una relación causal, y no de la causa final, como supuso Aristóteles. Desde el punto de vista transcendente, que es el de la fe, la relación causal, que es puramente natural, adquiere un significado relacionado con una finalidad intrínseca. La fe abre la realidad propia del universo sensible a lo que lo transciende. La fe afirma rotundamente que la existencia del ser humano no termina en este universo con su muerte. Indudablemente, esta afirmación no es científica. El dilema para el no creyente es si dicha afirmación es verdadera.


Dios causa


Podemos concebir teóricamente que Dios sea causa en dos sentidos. En primer lugar, Dios pudo haber sido la causa eficien­te, en términos aristotélicos, del universo en el acto de su creación. El Big Bang contuvo una funcionalidad tan grande que a partir de simples partículas subatómicas fundamentales, condensadas de la energía inicial, se pudo estructurar toda la complejidad del universo actual.

En segundo lugar, Dios puede ser la causa final, también en términos aristotélicos, de la es­tructuración de la materia. Evidentemente, la funcionalidad ini­cial no ha conducido necesariamente a la estructuración actual por causa de la sola funcionalidad, en razón del indeterminismo fundamental de lo singular. Albert Einstein (1879-1955) no pudo concebir que Dios jugara a los dados cuando quiso refutar la realidad del indeterminismo de la mecánica cuántica. Pero si Dios no juega a los dados y si el indeterminismo de la mecánica cuántica está en la base de la causalidad natural, no quedaría más que aceptar una causalidad final divina por la cual, primeramente, el universo fue creado basado en la funcionalidad específica de sus partículas fundamentales, y secundariamente, la funcionalidad de las partí­culas fundamentales de la creación divina están determinadas a estructurase de modo que el cambio se dé en un cierto sentido, y no en otro, cuando observamos la existencia de la creciente estructuración y funcionalidad de las cosas del universo.

Lo anterior no quiere decir que si eliminamos el factor casual, de azar, en consideración de la omnisciencia divina, habría que postular una teleología, o una ortogénesis al estilo de Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955). Sin embargo, resulta que esta argumenta­ción proviene demasiado de nuestro modo de conocer. Primero, la omnisciencia divina transciende el tiempo, pará­metro esencial de nuestra forma de conocimiento; por lo que el conocimiento divino no sería siquiera análogo al nuestro. Segundo, lo casual es un factor esencial del cambio en el universo a escala de lo singular, base del movimiento que percibimos como continuo a una escala superior, y no de lo determinado (ref. Heissenberg). Tercero, tal como existe nuestro universo de espacio-tiempo, bien pueden "existir" universos (si cabe este término) sin espa­cio-tiempo (ref. el “más allá”), y, por tanto, no perceptibles ni intelectualmente cognoscibles, donde no opera la causalidad. En tales supuestos universos, la omnisciencia, que incluye la preciencia, no depen­dería del conocimiento de las causas, las que no nos permiten conocer lo que no ha acontecido aún.

En consecuencia, es posible concebir el poder divino no solamente en cuanto a la creación de un universo muy funcional, sino también como causa final actuando desde fuera del universo. Podemos suponer que tras toda causa natural, incluyendo también la causalidad intencional humana, estaría la voluntad de Dios actuando, de modo muy aristotélico, a través de una causalidad final, pero que nos es completamente desconocida para noso­tros. Esto viene a ser como postular que quien causó el Big Bang determinó también su dirección, lo que no es tan descabellado suponer.

No tenemos fuentes objetivas de conocimiento de Dios. El dogma teológico, siendo siempre una elaboración humana, no puede naturalmente encasillar a Dios, pues el ser divino, extra-univer­sal, no es un objeto de nuestro conocimiento. Por otra parte, las venerables Sagradas Escrituras han sido reputadas tradicionalmen­te como la forma que Dios ha tenido para hablarnos de sí mismo y para expresar su voluntad respecto a nosotros. Incluso Martín Lutero (1483-1546) las consideró como la única fuente certera de revelación divina.

Ciertamente, quedaríamos bastante libres de nuestro elaborado conocimiento teológico acerca de un supuesto origen revelado si lisa y llanamente desecháramos la Biblia como “palabra de Dios”, quitándole su reconocido carácter inerrante, y la consideráramos más bien como el producto de una cultura pre-científica, pero muy religiosa que, en posesión del entonces novel invento de la escritura, escribió –y corrigió elaborando innumerables veces– textos, a través de muchas generaciones y tradiciones, una explicación relativamente unifi­cada acerca del destino de un pueblo que fue supuestamente elegi­do por Dios mediante una mítica alianza. Para resaltar que la tradición recubre con un manto sagrado el texto escrito, es bueno entender asimismo que venerables tradiciones que no tuvieron escribas que las plasmaran por escrito, el tiempo se encargó simplemente de sepultarlas para siempre en el olvido.

El meollo de la relación de Dios con los seres humanos y el sentido transcendente de la vida perso­nal de cada cual se encuentra fundamentalmente en el mensaje de Jesús, en lo que se ha venido a reconocer como la nueva alianza, por oposición a la primera que Dios estableció míticamente con Abraham, Jacob y Moisés y sus descendientes. De este modo, específicamente, los evangelios Sinópticos tienen un carácter autónomo y se erigen independientemente del resto de las Sagradas Escrituras. Es una tarea difícil penetrar en qué Jesús quiso decirnos exactamente, pues quienes escribieron acerca de sus dichos y hechos estaban imbuidos en las tradiciones de su época. Pero es posible llegar a entender qué fue lo que nos dijo efectivamente.



Notas:
Este ensayo, ubicado en http://unihum8a.blogspot.com/,  corresponde al Capítulo 1, “Dios, los hombres y la naturaleza”, del Libro VIII, La flecha de la vida (ref. http://unihum8.blogspot.com/).